Autor: Rafael Cuesta.Fuente: El País.
Aplicar a escuela los adjetivos pública y laica tal vez sea una redundancia de la que, desgraciadamente, todavía no podemos prescindir. Veámoslo.
Estamos acostumbrados a ver público acompañando a muchos
sustantivos diferentes: poder, dinero, opinión, salud, empresas,
administración, servicios, gestión, instituciones, sanidad... En todos
estos usos, público significa que no es de titularidad privada
sino que es de todos o para todos. En los estados democráticos modernos
la gestión de lo público constituye una de las tareas fundamentales de
los gobiernos y las distintas posiciones ideológicas generan
tratamientos muy dispares. En España hemos estado asistiendo durante las
últimas décadas a un progresivo debilitamiento de lo público.
El capitalismo y los sucesivos gobiernos a su servicio han mostrado un
insaciable afán privatizador que suelen justificar con la afirmación de
que la propiedad y gestión privada de los servicios garantizan un menor
coste y una mayor eficiencia. Aunque los datos de que disponemos
desmienten rotundamente dicha afirmación -recordemos el caso del Reino
Unido-, el Gobierno ha hecho de ella una machacona consigna publicitaria
que sólo el sector más incauto de la ciudadanía toma como verdadera. Lo
bien cierto es que los gobiernos -central y autonómico- que son quienes
habrían de gestionar y salvaguardar los servicios públicos, parecen
empeñados en deshacerlos; solo ven en ellos una fuente de negocio.
En todo el Estado español muchas personas, organizaciones y distintas
plataformas han comprendido la trascendencia de las medidas
gubernamentales y llevan mucho tiempo movilizadas para salvaguardar la
escuela pública. Pero aunque la titularidad, la gestión y la calidad de
los servicios públicos sea una reivindicación irrenunciable, hay otro
matiz en el concepto público que con frecuencia se olvida y cuya relevancia se hace más patente al aplicar el concepto a la escuela.
Se trata de la aspiración democrática de construir un espacio común a
todos los ciudadanos, independientemente de las diferencias que puedan
darse entre ellos. Uno de los rasgos definitorios de la sociedad
democrática es el compaginar el derecho individual a construir la propia
conciencia y diseñarse el plan de vida que cada uno considere
conveniente, con la aspiración de crear un marco de convivencia en el
que todos compartan los mismos valores cívicos.
En otras palabras, la organización democrática de la sociedad tiene la
enorme ventaja de hacer compatibles el derecho a las diferencias
individuales (libertad de conciencia con todas sus variantes:
pensamiento, información, creencias, etc) con la obligación de compartir
un espacio común que sólo puede regirse por el principio de igualdad.
Por consiguiente, una organización social que no garantice el respeto a
la pluralidad y diversidad en un marco de igualdad, no será del todo
democrática.
Pues bien, en lo que solemos llamar escuela pública hay un déficit democrático que hace que no sea pública: no es laica.
El hecho más relevante que hace que sea así es la asignatura de
religión. Su sola presencia en el curriculum escolar dinamita cualquier
pretensión de ser pública y ello por muchas razones de las que
destacaremos solo algunas: Una es porque establece una discriminación en
el alumnado en función de su ideología o la de su familia. La escuela
pública es un espacio común regido por los valores cívicos compartidos
por todos. Las creencias religiosas, por el contrario, son una opción
personal, privada, incompatible con lo comúnmente compartido. Una
segunda razón es porque sus contenidos son ética e intelectualmente
insostenibles: algunos son contrarios a los derechos humanos (autonomía
personal, igualdad entre varones y mujeres, libertad personal...) y, por
tanto, éticamente injustificables y otros son contrarios a lo que la
razón y la ciencia sostienen.
Es decir, esta materia aborda contenidos irreconciliables con las
funciones educativa -valores comunes, universales- y formativa
-contenidos racionales, científicos- de la escuela pública; se trata de
un descarado adoctrinamiento pagado con dinero de todos. Pero es que,
además, el conjunto de sus contenidos tienen un defecto de origen al ser
establecidos por la jerarquía de una confesión y no por el poder
legítimo. También hay otras razones de índole menor como la complicación
que genera en la organización escolar, el dinero sustraído de los
recursos públicos para pagar un adoctrinamiento particular, las horas
lectivas que podrían emplearse en otras cosas, la selección sectaria de
un profesorado -más bien catequistas- sin concurrencia pública aunque se
les paga con fondos públicos, etc.
En definitiva, la escuela pública es un espacio de integración de
personas muy diferentes entre si y que provienen de familias con
diferentes ideologías, creencias, posiciones políticas etc. Si no es
laica, si la organización y desarrollo de la función educativa no se
hace al margen de la religión, se está segregando por creencias y se
desvirtúa la función de la escuela.
En realidad, en los últimos setenta años no ha habido en España escuela
pública propiamente dicha. Es cierto que tras la muerte de Franco se
vivió muy intensamente la aspiración de conseguir una escuela pública
auténtica: universal e igual para todos, rigurosa y científica en sus
métodos y contenidos y absolutamente neutral en cuestión de creencias e
ideologías. Aquella ilusión se ha visto truncada por el absurdo y
abusivo concordato con el Vaticano y la política que han seguido los
sucesivos gobiernos a favor de la enseñanza privada cuyo principal
instrumento ha sido la concertación.
Pese a las constantes reformas educativas de las últimas décadas, no se
ha dado ni un solo paso hacia la laicidad de la escuela y, para
rematarlo, la LOMCE del señor Wert todavía agrava más la situación ya
que su principal característica -por encima, incluso, de no pretender
resolver ningún problema del sistema educativo- es que establece la
discriminación y segregación del alumnado como categoría del sistema:
aumenta la discriminación por las creencias al mejorar el estatus de la
religión, introduce discriminación social con las reválidas, con el
tratamiento de los programas de mejora del aprendizaje, con el
procedimiento de clasificación de centros, con el sistema de admisión
del alumnado o al autorizar centros segregados de chicos y chicas. Osea,
nos estamos alejando de la escuela pública sin haber llegado nunca a
alcanzarla.
Pero aunque democrática, pública y laica son sinónimas en el sentido
que hemos señalado -construcción y disfrute de un espacio común
compartido, integrador, igualitario-, con frecuencia se reivindica la
escuela pública atendiendo sólo a su titularidad y se olvida el matiz
que explicita el concepto laica. No es posible una escuela
democrática y pública si no es laica, si no recoge la moderna y a la vez
vieja aspiración ilustrada de separar estrictamente los ámbitos público
y privado: los contenidos científicos, los valores cívicos, los
derechos humanos pertenecen a lo público y las opciones religiosas o
ideológicas pertenecen a lo privado. Pero tampoco puede ser una escuela
de calidad mientras lo privado, el credo individual de algunos,
contamine el espacio común, lo público, e introduzca discriminación. No
habrá, desde luego, calidad pedagógica y científica, pero tampoco, y no
es menos importante, calidad democrática.
Todo lo dicho plantea una exigencia inaplazable para quienes defienden
una enseñanza pública de calidad: si quieren ser coherentes con su
aspiración habrán de incluir siempre, siempre el concepto de laica y,
por supuesto, reivindicar con constancia y total contundencia que la
religión salga de la escuela.
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